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Lovesick- T.L. Smith

Agosto 2015

(Veintitrés años)

Solía creer que era una mujer fuerte, una buena mujer, una mujer

fiel. Tenía sueños, cosas que quería lograr, lugares que quería visitar. Cosas

que quería hacer y ver.

Mis manos frotaron suavemente la parte superior de mi muslo. Traté

de detener la mueca de dolor que acompañó a la acción, pero de todos modos

se me escapó. Alzando mi mano lentamente, miré mis uñas, estaban

masticadas hasta la piel. Solía amar mis uñas, ahora las miraba y las

despreciaba tanto como despreciaba mis debilidades: la mirada de lástima

que recibía de los demás, mi cabello que no había sido teñido durante más

de un año, mi piel seca y rota que se sentía como papel de lija, mis ojos

demacrados y ojerosos.

Mi mente, bueno, eso está más allá de la reparación. Preguntas como:

“¿alguna vez sería lo suficientemente bonita o inteligente para su amor?”

corrían desenfrenadas por mi cabeza. En cambio, todo lo que obtuve fueron

sus puños. Ellos me amaban, él me lo dijo.

Escuché con atención mientras sus pasos se acercaban. No había

preparado la cena porque perdí la noción del tiempo, sentada en este baño,

escuchando el latido de mi corazón, recordándome que todavía estaba viva.

Recordando que aún podía respirar, seguía funcionando, aunque apenas.

Sus puños se estrellaron con fuerza contra la puerta meciéndola

desde las bisagras, mi cuerpo se tensó aún más, agarrándome con más

fuerza sobre los mismos cimientos de mi cordura. No quería que me moviera,

quería que me mantuviera a salvo, que sanara.

Mi mente sabía lo contrario. Sabía que, si no me movía en los

siguientes sesenta segundos, seguirían más, su paciencia se agotaría, sería

muy delgada. La segunda ola de sus puños cayó sobre la puerta, esta vez la

ferocidad de las sacudidas movió la puerta de un lado a otro. Podía escuchar


los sonidos de la madera agrietarse y astillarse ligeramente con cada

impacto. Mis brazos se tensaron, mi cuerpo se puso rígido.

Me grité internamente que me moviera, solo levantarme y moverme.

Puedes hacerlo, me dije. Pero mi cuerpo había tenido suficiente,

sabiendo que no podría soportar más castigo. Era que simple y llanamente

no quería aceptar más.

Lo amaba tan ferozmente, tan ciegamente que le di mi todo, y a cambio

me dio fracciones de sí mismo y luego sus puños. Sus castigos dolían, pero

luego me besaría con una pasión retadora, diciéndome que yo era la única

para él. Quería creer lo que me decía, quería creer que nuestro amor podría

vencer sus malvadas acciones. Quería creer que hace cinco años, cuando

me golpeó por primera vez —creyendo que era mi culpa— solo sería esa vez,

y que me amaba tanto que nunca se atrevería a lastimarme a propósito de

nuevo.

Pasaron treinta segundos, el tiempo pasaba lentamente en mi cabeza.

Esos treinta segundos parecían más como una vida. Nuevamente intenté

hacer que mi cuerpo se moviera gritando que solo quedaban treinta

segundos como máximo. Una vez más, optó por ignorarme. Era como si

hubiéramos estado separados, algo que sabía que debería haber hecho con

Jamie la primera vez hace cinco largos años. El amor es ciego.

Hubo tres series más de golpes y conteos, su voz fría y dura comenzó

a penetrar a través de la puerta del baño. Me dijo que la abriera, que saliera.

No respondí, con miedo de cómo mi voz me engañaría.

Intenté mover los dedos de los pies, usando toda mi concentración

para trabajar en esa pequeña acción. Funcionó, cerré los ojos e hice que mis

piernas se movieran.

Solo necesito ponerme de pie, les recé.

Los golpes se hicieron más duros, los estallidos más fuertes mientras

él frenéticamente hacía su cuarto intento. Su temperamento ahora estaba

furioso. Si no abría esa puerta en los próximos diez segundos, sería

arrancada de sus bisagras, sabía que lo haría.

Mis manos se cerraron en puños, mis ojos se cerraron, una sola

lágrima escapó de mi ojo. Me pregunté por qué, mientras mi mano subió

para tocarla. No podía recordar la última vez que lloré o la última lágrima

que derramé. Todo se quedaba adentro, comiendo y mordiéndome. Una

guerra dentro de mi cuerpo cobró fuerza, porque sabía que no podía ganar,

pero decidí intentarlo.

Bajé la mirada a mi dedo mojado, mientras mi otro ojo permanecía

seco.

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